Ya se habían rendido el Moma y el Louvre y la semana pasada se sumó la National Gallery. Ante la novedad, hay quienes polemizan argumentando que se pierde la contemplación y la sacralidad del arte.

La obra como estrella. La cuentista y dibujante Isol, en el MUSAC, España.
La obra como estrella. La cuentista y dibujante Isol, en el MUSAC, España.


Hay cosas que no se puede hacer pero casi todos hacemos, aunque de vez en cuando nos cueste el disgusto de que se nos venga un vigilante encima hablando en lenguas: sacarse fotos, selfies para ser precisos, con las obras de los grandes museos de fondo, por ejemplo. A veces, esas cosas que no se puede hacer y hacemos igual, se legalizan: las selfies en los grandes museos, por ejemplo. Desde el domingo, la National Gallery de Londres lo permite. Antes, rendidos ante la imposibilidad de imponer la prohibición, habían cedido el Moma y el Louvre. Por acá, el Malba y el Museo Nacional de Bellas Artes lo permiten e incluso, en el caso del primero, pide a sus visitantes que le manden esas fotos y las usa en las redes. Por supuesto, como suele suceder en estos casos, hay gente que está de acuerdo y gente que se lanza a la arena de la disputa.
¿Qué se le objeta a tan saludable medida, permitir que el arte se incorpore a las formas contemporáneas de la experiencia –porque eso es hoy sacarse fotos casi todo el tiempo–? Que se desacraliza el arte. ¿Qué clase de sacralidad tiene una mercancía? Difícil de medir, pero seguramente algo de eso, de la creencia en un aura, en algo de lo sagrado presente en la obra de arte, hace que se llegue a los precios locos que se llega en el mercado del arte. El historiador del arte Michael Savage, entre otros, critica que, con esta medida, se pierde “el último bastión de la contemplación”. El diario The Guardian, en un editorial, dice que de este modo se prefiere fotografiar o ser fotografiado a ver.
Hay gente más realista: el escritor Sam Leith, que en el Evening Standard señaló que la idea de que se produce un encuentro entre una conciencia y una singularidad artística “es una fantasía”. Recuerda que esas obras sagradas tienen un precio de mercado (igual que, digamos, un par de zapatillas, un ladrillo o una boda en una iglesia: igual que casi cualquier cosa). Repara, además, en que, entre la conciencia y la singularidad artística de la obra apreciada en el museo, median el humor del turista o visitante el día en cuestión, la cantidad de gente que transita por el museo y se detiene ante la misma obra, la forma en que está colgado el cuadro, la iluminación, el precio que se pagó para entrar a la institución; en fin, muchas cosas. Y dice, hablando por las mayorías: “ Una gran parte del placer que sentimos frente a una obra de arte se debe al sólo hecho de estar ahí ”. Y con la selfie se agrega, claro, la posibilidad de mostrárselo a todos a través de las redes social. Una imagen que vale por tres palabras: “Yo estuve ahí”.
¿Cambia la experiencia del museo la selfie? Zoe Williams, de The Guardian, dice que sí, que el mero hecho de fotografiar una obra la cambia, que es algo más del orden de la documentación que de la experiencia. Y ni hablar de la selfie: se parece, dice, menos al arte que a ir a la playa y poner, para la foto, la cabeza de uno sobre el cuerpo de un luchador en malla.
Sabe por qué lo dice: la semana pasada fue a la National Gallery y se sacó selfies con todas las obras que le llamaron la atención. Sintió, cuenta, vergüenza. Sintió la desaprobación del público presente, incluso hubo quien llegó a chistarle. Termina su nota diciéndoles a los puristas que se queden tranquilos, que no va a haber mucha gente sacándose selfies en la galería por el mismo motivo que no hay mucha gente por ahí en bikini.

Fuente. clarin.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario