EL RETORNO DE ALFONSINA STORNI

Textos recuperados
La revalorización de la poeta argentina más célebre se centra hoy no tanto en sus versos como en su periodismo, que revela a una feminista sutil. Un libro quemado rescata muchos de esos escritos, entre ellos los que aquí se reproducen, nunca antes antologados y publicados originalmente en la nacion, a comienzos de los años veinte, bajo el seudónimo Tao Lao

las profesoras

¿Qué es usted, linda señorita, vestida con un traje de sarga marrón, zapatitos y medias de igual color, piel levantada hasta la discreta nariz, sombrero hundido hasta los rosados apéndices laterales (orejas), abundosas patillas de un brillante cabello al oro que hubiera hecho decir de nuevo a un poeta tropical:
¡Cuánto oro! ¡Cuánto oro!...
Habría lo suficiente
¡Para ir a Europa y volver!...
-¿Qué es usted, repito, señorita?
-Profesora.
-¿Y usted, la del mignon, sombrerito solferino, menudo busto, escasa pollera, elevados tacos, rizos sueltos y graciosa chaqueta?
-Profesora.
-Y usted, que carga los zapatos de aquella, los rizos de esta y la llamativa bufanda de cualquier otra, ¿qué es usted?
-Profesora.
Y caímos en cuenta de la abundancia.

Una chapita

La emancipación femenina de la monotonía del hogar en busca de nuevos campos para su actividad -según la frase en boga- ha tenido con gran frecuencia, como símbolo codiciado, una chapita.
Esta chapita no es invención femenina.
La introdujo al país por masculino, y acaso político conducto, una democracia pequeñita que substituyó el escudo por la chapa. La gente ha necesitado siempre "algo" que la acompañe desde las paredes de su casa; y es claro, los ídolos sufren la suerte y la decadencia de los hombres.
¿No es así, pequeñita del sombrero solferino?

Las profesoras

Así como las chapas masculinas vienen sufriendo desde hace algunos años una pequeña alteración de buen gusto (se habrá observado que de la inscripción "boticario" se pasó a la de "farmaceútico" y de la de "farmacéutico" a "químico-farmacéutico" y de la de "químico-farmacéutico" a "doctor en química", última etapa), las chicas resolvieron ascender también de condición, empezando por adquirir la chapa.
Y allí estaban, como llovidos del cielo, los conservatorios e institutos que fueron tomados por asalto.
Y hubo profesoras de canto, de solfeo, de piano, de violín, de dibujo, de repujado, de declamación, de corte y confección, etc.

Un aparte

Las profesoras de corte y confección nos merecen un aparte, pues ellas, de un solo golpe, han conseguido el título, la chapa y su aristocratizada inscripción.
Antes, cuando se quería entrar en relaciones comerciales con personas femeninas que cortaban y cosían, se buscaba por las calles unos figurines pegados detrás de un vidrio, cosa esta que delataba a la modista.
Esta modista no tenía más que una casera ciencia, casi hereditaria, y cortaba moldes y medía las distancias de los alforzones con cartoncitos.
El corte y confección, que es más distinguido, suprimió los figurines delatores, los moldes y los cartoncitos, empleando, en cambio, el centímetro, que es científico y matemático, y cuya sabia aplicación conduce al corte sin moldes, punto culminante de la ciencia de la costura.
Y esto que se llama la intelectualización de un oficio, ha suprimido de muchos hogares aquel pequeño lunar social que era la modista, para reemplazarlo por una chapita que lustra, limpia y da esplendor.
 

Los ceros

Un poeta europeo que anduvo por estas tierras, con menos suerte de la que pedía, dijo que el país, en manifestaciones artísticas, era la unidad seguida de ceros.
A buen seguro que si el matemático poeta hace una incursión por las fábricas de profesoras se traga con gesto bilioso la unidad, y deja a los ceros, huérfanos, apretaditos unos contra otros.
No haré yo tanto. Si el poeta me lo permite, en vez de suprimirla, multiplicaré la unidad, y para quedar bien con él, pues las cóleras celestes son peligrosas, no suprimiré, eso sí, una respetable cantidad de ceros.
Porque verdad es que la aspirante a profesora paga en su instituto una cantidad mensual y la selección, entonces, huelga; como también es verdad que los exámenes están gravados con derechos y conviene que el mayor número se examine y apruebe; como también es verdad que el diploma final cuesta una sumita saludable al instituto. Pero este sacrificio está dulcificado por las medallas, sobresalientes y citaciones especiales con que vuelve a su casa cargada la profesora.
Esto, sin embargo, no debiera llamarnos la atención.
¿Lo que ocurre en los institutos pagos no es, más o menos, lo que ocurre en los oficiales?
¿Acaso la consigna no es pasar, diplomar, hacer número?
¿Quién ha imitado a quién?
En la duda, y si me apuran mucho, va a cargar con todo el clima.

Punto

Señoritas profesoras, bellas y gentiles señoritas profesoras: todo lo dicho es elogio.
Si las liberto a ustedes, mediante un sonriente permiso, de la chapa, una cosa pesada, de los diplomas, medallas y sobresalientes, varias cosas pesadas, y me quedo con ustedes en esencia: pianistas, violinistas, recitadoras, concertistas, solfistas, etcétera, todo ello substancia espiritual bien o mal despertada, pero despertada al fin, las prefiero a cuando empleaban aquel tiempo de estudio, que las ha provisto de defensa económica, en jugar con las tijeritas de oro, mirando lánguidamente por el balcón... el horizonte, sin duda.

Las manicuras

Cortad al hombre las manos y restaréis al cuerpo humano toda la gracia terminal y la sutilidad de su infinita armonía.
Las manos son al cuerpo como los pequeños brotes elegantes a las gruesas ramas. Se diría que en estas terminales de las distintas formas que la naturaleza adopta, esta se sutiliza como comprendiendo.
Y es que acaso la materia tenga también sus preferencias y sus aristocracias.
El tejido que forma las manos y se transparenta como una rosada porcelana en las delicadas yemas, tuvo, sin duda, allá en sus iniciales connubios con la materia informe, afinidad electiva con los pétalos delicados.
Porque no me negaréis que ser una célula de las yemas de los dedos no es lo mismo que serlo de un pesado molar. Hay oficios y oficios. Hay obreros y obreros.
Me imagino yo que los minúsculos cuerpos que forman, pongo por caso, los ojos y los dedos, han de estar así como en el jardín del cuerpo humano.
Y tomaos el trabajo de imaginar por un momento y para honra de las manicuras, que el cuerpo humano sea como una casa dividida en distintas dependencias destinadas a oficios diversos.
No me negaréis, que, al ser, ¡oh, bellas lectoras! una minúscula célula, quisierais hallaros formando parte de los ojos y de las manos, destinados a las más exquisitas funciones humanas.
Recordad, si no, aquella frase del hosco Quiroga, quien apretando deliciosamente la mano de una dama hizo florecer su brusquedad en una sentencia galante: "El amor, señora, entra por el tacto".
Y eso que ignoro si la bella mano provocadora de galanterías había sufrido el toque mágico de una manicura, oficio grato a la mujer, acaso por afinidad con las perezas del sexo que elige de preferencia tareas que exigen poco desgaste cerebral y fácil ejecución.
Es curioso observar, por ejemplo, que la cantidad de manicuras que, a cada paso, mientras se recorren las calles céntricas, destacan sus esmaltadas e insinuantes chapas azules surcadas de grandes letras blancas, es muy superior al de las pedicuras, oficio muy avasallado por el sexo fuerte.
Aquí un malicioso espíritu tendría margen para sutiles ironías, y acaso opinara que siendo más difícil a la mujer descubrir un bello pie que extender la siempre desnuda y visible mano, ella prefiera, por natural contradicción, que un hombre pula, suavice y cuide sus rosadas plantas, mientras simplemente, entrega sus manos a los cuidados profesionales de una mujer.
Pero no he de aventurar sutilezas por no correr el riesgo de hacer difícil lo fácil, cosa que con demasiada frecuencia les ocurre a los sutiles.
Además, y tratándose de tan pedestre oficio, no vale la pena correr un riesgo, pues un oculto sentido de la armonía me ha insinua do que los riesgos hay que correrlos por elevados asuntos, asuntos que, en el tren que estamos, tendrían que ser los ojos y los cabellos, los que han de merecernos capítulo aparte.
Bien haya, pues, por las manicuras que se mantienen a media elevación -obsérvese que las manos penden más o menos hasta la mitad del cuerpo- y que han sabido hallar el medio de ganar su vida con un arte que, si no iguala al de los enceguecidos artífices del Renacimiento, contribuye a la belleza exterior y al brillo de la vida -el brillo, desde luego-. Y qué perfecta armonía la de este modesto y lucrativo oficio con el deseo de los defensores de la feminidad hasta en las tareas que la vida impone a la "mujer moderna".
Porque una manicura, cierto es, no necesita de gran imaginación para cumplir con sus elegantes tareas.
Le basta un poco de prolijidad, agua tibia, perfumados jabones, discreto carmín, tijeras, pinzas y ungüentos, cosas estas entre las que las mujeres deben hallarse -según sus enemigos- como el colibrí entre rosas, pues las tijeras, pinzas y perfumados ungüentos nacieron de una sonrisa de Eva, según una mitología especial para manicuras que se escribirá algún día, el ocio mediante.
Y obsérvese además, para convenir en la feminidad de este oficio, con cuáles femeninos modos se conducen sus elementos de trabajo.
El agua tibia, elemento básico, tiene propiedades emolientes, persuasivas e insinuantes.
No hay tejido que resista a su insistencia continuada: los poros se dilatan, y las expansivas moléculas los penetran poco a poco hasta que las duras cutículas ceden su rigidez.
Diez, veinte minutos, media hora de este lento trabajo del agua persuasiva, y de tímida apariencia, y ya está el terreno preparado para que entren en función las sabias pinzas, las que con la misma prudencia del agua, pero con mayor sentido electivo, escarban los puntos débiles, conforman los detalles y libran los tejidos de adversarios molestos.
Pero nada sin duda manejan las manicuras con tanta propiedad como las tijeras.
Las poseen de todos tamaños y formas: unas son finas, delgadas y puntiagudas como una indirecta; otras son arqueadas y leves como una mala intención; las hay romas y elegantes, vulgares y aristocráticas, cortas y largas, anchas y angostas, acertando así, en la perfección de los cortes, que es una de las especialidades del sexo.
Luego se ha sospechado siempre que las manicuras tuvieran un sentido especial de la vida, un sentido instintivo que tampoco requiere gran imaginación; algo así como un olfato congénito de que la debilidad humana sucumbe más fácilmente ante los cuerpos brillosos que ante la fea y tosca opacidad.
Hasta en esta comprensión es oficio de mujer el de las manicuras, y la cantidad respetable que trabajan con las bellas manos, y con singular fortuna en esta elegante ciudad americana, deben contar indudablemente con el beneplácito de los que miran con horror las tareas masculinas desempeñadas por mujeres.
Por lo que a mí respecta, si en una futura vida me cupiera en suerte transmigrar al tibio cuerpo de una gentil mujer, elegiría también este oficio blando, discreto, que realiza su tarea en el pequeño saloncito o en el perfumado "boudoir", cuando las femeninas cabelleras caen lánguidamente sobre las espaldas, y los ojos están húmedos de esperanza y un ligero temblor en los dedos descubre a los ojos extraños la inquietud deliciosa del íntimo sueño.
Porque, feliz ser, dotado de la imaginación de mi anterior vida masculina, me daría a investigar manos como quien investiga mundos.
Me embarcaría así por los surcos hondos de las palmas como por ríos sinuosos en busca de puertos reveladores.
E iría descubriendo el trabajo lento del alma en los cauces misteriosos y las maravillas de los puertos finales de esas revelaciones quirománticas.
Pero no os alarméis todavía, oh, bellas mujeres que contribuís con vuestra agraciada frivolidad al bienestar económico de tantos hogares, pues la transmigración es fenómeno negado por la autoridad científica, y mi última palabra era que el oficio de manicura, oficio de mujer indispensable en nuestra gran metrópoli, requería escasa imaginación.


Final abierto

La pasión de Alfonsina 


Por Verónica Chiaravalli / LA NACIÓN


Amelia Bence atesoraba una anécdota con Alfonsina Storni, a quien había conocido mucho antes de encarnar a la escritora en el film de Kurt Land. A los cinco años, cuando estudiaba en el Instituto de Teatro Infantil Labardén, la pequeña Amelia actuó en una obra de Alfonsina, Juanita: interpretaba al hijo menor de una familia acomodada en cuya casa trabajaba como mucama una chica de doce años. "En una escena tenía que mojar una estampilla con la lengua y pegarla en un sobre -recordaba Bence, años después-, pero se suponía que me la tragaba y empezaba a llorar. Por alguna razón me asusté ante la posibilidad de tragarme realmente la estampilla. Me dio miedo y empecé a llorar de verdad. Entonces Alfonsina me llamó entre bambalinas y me dijo: ?No seas tonta, no te vas a enfermar ni te va a pasar nada. Seguí adelante que vas a ser actriz'." Amelia guardó esas palabras como un talismán y desde entonces se dedicó a admirar a Storni, tanto por su personalidad como por su poesía.
Esto lo cuenta Bence en un relato de su autoría publicado por primera vez en el libro Cuentos de cine (Alfaguara, 1996), cuyos textos seleccionó y prologó Sergio Renán. Allí, la actriz condensa en pocas palabras la imagen romántica de Alfonsina que prevalecía en la época y que aún perdura: "Una mujer que vivía por y para el amor. Que vivía enamorada". Esa visión, alimentada por su obra poética, contribuyó a cristalizar la imagen pública de la escritora como rebelde heroína trágica. Pero la actual revalorización de Storni, reflejada en la producción de tapa del presente número de adncultura, tiene como centro su feminismo, expresado con eficacia en su prosa y en sus textos periodísticos. Esa Alfonsina impulsaba a las mujeres a construir una nueva imagen de sí mismas y a conquistar espacios en la vida social, sin ceder a la tentación de considerarse sólo víctimas, seres frágiles reñidos con la racionalidad. Sin odiar a los hombres, tampoco. La revalorización de la obra de Storni propone el desencantamiento de su mundo; la deconstrucción de la fémina vulnerable.
En su relato, Amelia Bence reconoce que fue un doble y no ella quien se internó en el mar para rodar la escena del suicidio. Era otoño, las piedras de la orilla le lastimaban los pies y la actriz le dijo al director que "ni loca" se metería hasta el cuello. Allí se lanzó, entonces, precursor de Norman Bates, un guardavidas con peluca blanca y vestido de mujer, tomado por la cámara de espaldas y de lejos. "Quedó estupendo", se congratula Amelia en su testimonio. Tal vez, si la muerte no hubiera estado tan cerca de su propia vida, si la enfermedad no la hubiera acorralado, Alfonsina se habría reído con ganas del modo irónico en que esa comicidad involuntaria en la que todos incurrimos desbarata la tragedia.


Fuente: ADN Cultura La Nación



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