LA FELICIDAD DE PINTAR

Una secreta influencia de Carlos Alonso reconoce Stupía en su obra, más que en las formas, en su manera de entender qué es un artista.


En la entrevista realizada por Marina Oybin, Carlos Alonso destacaba haber pasado épocas en las que su obra estuvo “cargada de conflicto social”.
Aún valorándolas, el artista subrayaba encontrarse en otra etapa. “Siento que estoy pintando como cuando empecé: con naturalidad, frescura y sin pretender agregarle nada a la pintura”. Publicada el 6|8|2011


Por Eduardo Stupía
Artista Plástico

Cuando ingresé a Bellas Artes en el año 1969, era fan absoluto de Carlos Alonso. Junto a Dalí, Miró y Picasso significaba para mí, en esa época, el prototipo del genio, del artista genial. Después, poco a poco, mis ideas, devociones y adhesiones cambiaron –no sé si para bien–y ahora Alonso no está entre el grupo, tan heterogéneo como arbitrario, de artistas pintores que más me gustan, y que se me antojan de influencia capital. Pero esto es irrelevante. De alguna manera, mucho de lo que somos proviene de lo que hicieron de nosotros esos años formativos, años que nos dejan una marca indeleble, y Carlos Alonso sigue influyendo –de manera subrepticia, secreta, y no en la forma sino en el criterio, el concepto— no sólo en mi manera de dibujar, sino en mi manera de entender qué es un artista. En este sentido, sigue siendo un referente clave, un modelo en el sentido más ejemplar y menos frívolo de la palabra. Por eso, cada vez que me cruzo con un reportaje a Alonso lo leo con muchísimo interés, y me doy cuenta de que lo hago porque espero encontrar ahí, más que cualquier otra cosa, un punto de vista sobre la pintura, el trabajo pictórico, y el arte en general que, sospecho, proviene de una concepción filosófica hoy en día si no devaluada al menos poco frecuente.
La entrevista de Marina Oybin, tema de tapa de Ñ, confirma línea por línea esa expectativa, además de constituirse en la clara evidencia de que Alonso sigue inquebrantable, más allá de que el retrato fotográfico que ilustra la portada de la revista lo muestre con un dejo de cansancio y tristeza en su reconocible mirada escrutadora. No importa. Ahí nomás, desde el titular, y en una declaración de resistencia en primera persona, el pintor nos advierte: “No me doy por vencido”; una frase nunca retórica en cualquier hombre que, como él, haya superado dando batalla la barrera de los ochenta años, y en Alonso mucho menos.
El reportaje va a revelarnos que es tal cual como uno querría imaginárselo: dueño de un espíritu ardiente y empecinado, de una templanza de carácter que combina la beligerante entereza con una singular impregnación de ternura y sencillez. Gentil y reposadamente, sin el menor atisbo de pontificación ni jactancia, como si hablara consigo mismo, Alonso nos interpela con su amorosa intransigencia experiencial, nos acorrala dulcemente poniéndonos frente a la evidencia de que hay un deber ser más trascendente que la sapiencia técnica y la probidad profesional, una relación ética con el mundo que excede el hecho en última instancia episódico de ser pintor o cualquier otra cosa.
Me doy cuenta de que en Alonso todo eso me importa mucho más que su obra, al margen del impacto que pudo haber tenido ella para mí en aquellos años de la Belgrano, y a la vez advierto la paradoja de que las nítidas atribuciones morales de este hombre de humilde heroicidad y monolítica persistencia provienen menos de los datos biográficos que de antemano sé de él que de aquello que emite justamente su propia obra, de cómo su propia obra habla de él. Y no en el sentido obvio del compromiso temático, de la explicitación ideológica en los contenidos, sino en el de una materia sutil previa a los hechos y episodios, por más irrenunciable y urgente que resulte la imposición de los más graves conflictos en el campo de interés del artista.
Como sucede con Berni, Distéfano, Noé, Suárez, Schvartz, hay en Alonso una verdad esencial, un estadío primal de la conciencia, una convicción previa al lenguaje y ya detectable en el primer balbuceo gráfico del primer dibujo, intacta, perenne y trascendental, ajena a la conformación de cualquier mensaje, relato o manifiesto.
El reportaje también da cuenta de lo coyuntural y mundano. Dueña de un candor que la hace todavía más peligrosamente incisiva, Oybin sabe inducir en Alonso respuestas caudalosas y reveladoras aun en temas poco gratos y hasta violentos, como el episodio del robo brutal que el pintor acababa de sufrir en su casa de Unquillo. Un Alonso que parece naturalmente predispuesto se extiende en la descripción del hecho, en sus efectos colaterales, en las presuntas implicancias políticas del asunto, y hasta en la inevitable asociación de esa irrupción armada con los años de plomo los cuales, como se sabe, han infligido al pintor, como a tantos otros, la cruel llaga indeleble de la tragedia personal. Pero Alonso ya no es aquel que quizás hubiera transformado en una nueva serie de trabajos esa experiencia traumática. Según los rasgos de este virtual retrato de artista que se esboza en la nota, la fuerza irrefrenable que tantas veces lo llevó a denunciar, condenar y también exorcizar el horror, la miserabilidad y la ignominia es ahora una sustancia transfigurada en una suerte de reconciliación universal. “Hacía mucho que no sentía el placer de poder pintar la pintura. Poder despojarme de todos estos mensajes fue una verdadera liberación. Es como renacer de las cenizas”, dice el pintor, como si esbozara la hipótesis sensorial de un nuevo panteísmo: si la pintura puede ser todas las cosas, todas las cosas son pintura.
La fluida conversación se expande y concentra según transite zonas más emocionales o más teóricas. En todos los casos, Alonso es sincero y dócil, no rehúye ninguna pregunta, y frente a las cuestiones más específicas del oficio revela con espontaneidad casi naïf s u credo para el abordaje del objeto. Sin ninguna solemnidad autorreferencial ni acartonamiento académico, y saludablemente libre de la doble mirada cínica que en muchos casos asfixia la potencia transformadora del arte del presente, Alonso se reencuentra frente al lector en esta parte tan singular de su extraordinaria vida, justo cuando parece haberse reencontrado con la felicidad misma de pintar.

Fuente: Revista Ñ Clarín

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