LA AMENAZANTE SEDUCCIÓN DEL ARTE

La literatura, la pintura, el cine y otras expresiones artísticas han sucumbido a darle un lugar protagónico al crimen que, en tanto encarnación del Mal, desafía las representaciones de lo normal, de lo correcto, del Bien.

Por Marcos Mayer

Duke Ellington solía decir: “un músico de jazz es alguien a quien nunca querrías para novio de tu hija”. La humorada permite más de una lectura. La música en sí y el ambiente en que se desarrolla tienen algo de amenazante. Como si allí nada pudiera terminar de ser estable, ni fuera deseable ninguna pacificación. Se podría pensar al arte como una especie de inadaptación en estado de querella con lo que sucede a su alrededor. A diferencia del entretenimiento que iza una bandera blanca frente a las turbulencias que estremecen la paz, el arte nunca termina de entregarse por completo.
Esa reticencia a entregarse por completo, que forma parte de los placeres que nos propone el arte es, de alguna manera, una manera de resistir a la tentación de las certezas. Una novela o una canción se agotan cuando se sabe –o se cree saber– todo acerca de ellas. Es probable que las relecturas y renovadas escuchas sean distintos en cada uno porque no se practica la incertidumbre de la misma manera. El arte, más allá de las dificultades para definirlo, tiene tal vez como una de sus funciones ponernos en estado de interpretación permanente, tal como plantea Walter Benjamin. Interpretación permanente que es tal vez la mejor manera de no terminar de llegar a ninguna parte, como en las historias de Kafka. Siempre hay un núcleo que no termina de develarse y ese juego de descubrimiento provisorio y precario es una situación que mezcla el placer con la amenaza de decepción. A veces, como plantea Peter Handke no nos queda otra alternativa que aceptar al cansancio como un estado inevitable, antes de ponernos en marcha.
El crimen sería la encarnación del Mal, ese problema que la teología no termina de explicar y que trata de resolver por medio del recurso al libre albedrío. Tenemos la posibilidad de elegir alejarnos del camino del bien que sería el que lleva a Dios. Pero no deja de ser contradictorio que, en tanto opción incluida en el mapa de la Creación, el Mal sea una creación divina, dada la perfección inherente al Todopoderoso. El crimen pertenece también a ese estado de querella con el mundo, aunque conviene evitar las analogías que suelen ser un atajo, y de los más infalibles, para desvanecer lo interesante.
Hay ciertas citas que nos permiten imaginar posibles vínculos entre el arte y el crimen. Dijo Edgar Degas “Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen”. Inesperada comparación, sobre todo si se piensa en el estilo apaciguado del pintor francés, esos colores tenues, esas bailarinas ensimismadas. Pero tal vez haya que renunciar al recurso fácil de considerar estas palabras como una boutade. Leonardo Da Vinci recomendaba estudiar “los ojos de los asesinos, el valor de los luchadores, el tentador atractivo de las prostitutas; no debe buscarse nada concreto y en eso consiste la vida y el alma de la pintura”. Esta es una de las configuraciones posibles del Mal, inscribirse en el cuerpo.
Roberto Arlt es otra fuente de esta idea. Muchos de sus personajes son lo que se conoce como “marcados por Dios”, aquellos que tienen algún defecto físico que los distingue de eso a lo que se llama normalidad. El Rengo en El juguete rabioso , Hipólita en Los siete locos , el Jorobadito. En la trama de estos relatos aparece una interesante vuelta de tuerca. El crimen es la manera de quedar señalado por uno mismo y ya no por Dios, al que, Nietzsche mediante, ya se cree muerto. Matar, traicionar, sostiene la posibilidad de ser sujeto. Una idea semejante se encuentra en Dostoievski. En un mundo en que no se permite ser, que tiene como ideal la uniformidad, el crimen permite afirmar la propia subjetividad incluso a costa de los demás.
Son dos autores, no son los únicos, que están escribiendo alrededor del crimen en tiempos de auge positivista. La utopía del positivismo, al menos en sus variantes más darwinianas, es la constitución de una única forma de ser humano. Que todos se adecuen a los paradigmas de comportamiento social y salud mental de modo de hacerse confiables a fuerza de ser previsibles. El positivismo está también en la base de la fundación de la criminología moderna. Que propone una visión diferente del Mal. Alguna vez lo ha dicho José Ingenieros: “no hay delitos, sino delincuentes”. En los lombrosianos, más asociados a la derecha conservadora, el delincuente se puede leer en una serie de rasgos físicos, que van desde la forma de las cejas hasta el grado de separación de las orejas del cráneo. Su ser delincuente está a la vista. Hoy hay más de una teoría que explica a los criminales desde la genética, que es la manera de que lo invisible se haga visible. El delito es la revelación de una naturaleza dañada. Los positivistas más ligados a la izquierda veían en el medio ambiente la etiología del delito, resultado de una mezcla de desamparos, alcoholismo y miserias de distinta índole. Como sea, el afán es explicar a ese ser que se salió de la norma. Y, como dijo un propagador del positivismo, lo anormal permite entender lo normal.
No es una idea compartida por todos, sobre todo porque no forma parte de una idea de sociedad que se mueve a partir de seres que se salen de la norma. El sueño americano también cultiva las formas espantosas de los espectros. Muchos criminales se han transformado en héroes. Se pueden encontrar en la red sitios que venden souvenires (remeras, tazas) de serial killers como Jeffrey Dahmer y Ted Bundy. Charles Manson ejerce una rara fascinación que perdura desde la masacre de Sharon Tate. No sólo Marylin Manson es la síntesis de dos caras de la mitología norteamericana, el glamour y la capacidad ilimitada de horror. La banda británica Kasabian debe su nombre a Linda, una de las integrantes del clan, que al momento de los crímenes estaba embarazada. Estos héroes son admirados porque sus razones pertenecen a un registro no accesible a los demás y hacen de sus actos una clave de acceso a los abismos que, se supone, habitan a todos. Pero sólo ellos se animan a recorrerlos, como virgilios de los infiernos massmediáticos.
En ese cruce entre admiración y explicación sin margen de dudas, se pretende que el arte y el crimen, por definición zonas oscuras, queden atravesadas por todas las luces posibles. En este mundo encandilado, el arte resiste y el crimen no entrega su secreto. A veces los monstruos de los sueños de la razón se muestran de diferentes maneras. En un caso, lo que prima es el desastre, en el otro la idea de que hay, como decía César Vallejo acerca de la poesía, respuestas aunque falten las preguntas.

Fuente: Revista Ñ Clarín

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