LAS CUATRO CALLES DE LA UTOPÍA





Bernardino Rivadavia

Por Laura Ramos

El radio de las cuatro calles que rodean la Plaza de Mayo, durante los años 1820 y 1824, cuando la plaza se llamaba De la Victoria y Bernardino Rivadavia era ministro de gobierno de Buenos Aires, fue presa de un experimento utópico de índole poética y filosófica, pero ante todo anticlerical. El obispo provisor Mariano Medrano protestaba por una suerte de “lujo de libertinaje” que podía verse en las calles y en los hogares, y denunciaba que “los sacerdotes, pero muy especialmente los religiosos, recibían insultos, sarcasmos, descortesía, desprecio.” El escritor anglosajón que firmó el libro Cinco Años en Buenos Aires bajo el nombre de “Un inglés” definió las actitudes irreverentes de algunos jóvenes porteños como “completamente voltairianas ”, haciendo alusión al clima de secularización creciente que se percibía en la ciudad. Pero también se refería a las ideas del iluminismo europeo, que influían sobre los estudiantes patricios incorporados a la universidad recién creada. El padre Francisco de Castañeda culpaba a los volúmenes iluministas, a los que llamaba “libros con pasta dorada”, por pervertir a la sociedad. Esas ideas, puntualizaba, eran difundidas por los petimetres de “botas lustrosas” que se hallaban ya inmersos en los nuevos ámbitos de la educación superior porteña. Hispanista, antiimperialista de las mismas resonancias melódicas de mi padre, Castañeda atacaba en particular a los publicistas rivadavianos por divulgar en el Río de la Plata las ideas de pensadores vinculados a las corrientes europeas del siglo dieciocho, especialmente británicos y franceses. Ya había mantenido antes pleitos con Juan Crisóstomo Lafinur, al que criticaba por dictar cursos de filosofía basados en las máximas del sensualismo francés a sus estudiantes del Colegio de la Unión del Sud.
Estos jóvenes ilustrados, “cipayos” mucho antes de que Arturo Jauretche y mi padre popularizaran el término, aspiraban a formar en Buenos Aires clubes semejantes a las sociedades anglosajonas, que funcionaban como verdaderas escuelas de acción ciudadana. Por fin, a fines de 1822 el Estado porteño formó la Sociedad Literaria y la Sociedad de Música. Estos esfuerzos europeizantes eran vistos con cierta ironía por Un inglés, que opinaba que la única música que agradaba a los porteños era la española y la italiana, y afirmaba que la idea de música inglesa los hacía sonreír.
En su excelente ensayo aún inédito “La historia en verso. La ‘feliz experiencia’ a través de la mirada romántica de Juan María Gutiérrez” ( Historia crítica de la literatura argentina ), el historiador Klaus Gallo da cuenta de aquellos “días de ilusiones”. En su descripción en clave romántica de la experiencia rivadaviana, Juan María Gutiérrez habla de Buenos Aires como de una Esparta convertida en una nueva Atenas. Pero Klaus Gallo señala que esa “nueva Atenas” no era más que una suerte de microcosmos localizado puntualmente en las cuadras aledañas al centro neurálgico de la ciudad. Así se refleja en la evocación que hace Tomás de Iriarte sobre un encuentro entre Rivadavia y el ministro de Hacienda Manuel García: “Un día García le dijo a Rivadavia: ‘Compañero, ¿por qué antes de venir al despacho no se pasea Ud por la mañana temprano por los arrabales de la ciudad? ¿Por qué no visita Ud los corrales de Miserere, el barrio del Alto, la Concepción, etc, etc?’. Rivadavia, que lo comprendió, dicen que le contestó con mal talante: ‘Y qué, ¿quiere Ud quitarme la ilusión?´. No salimos garante de la verdad, pero el chiste se hizo muy popular: pintaba muy al vivo el fanatismo administrativo de Rivadavia, y la socarronería característica del Ministro de Hacienda. Hablaba aquél de la ilusión de sus decretos queridos, y García quería significarle que el país estaba muy atrasado, y que el tiempo no había llegado todavía de que sus decretos tuviesen tan pronta e inmediata aplicación como Rivadavia pretendía. Y García tenía razón, porque saliendo de un radio de cuatro cuadras de la plaza de la Victoria, que era lo único que de Buenos Aires conocía Rivadavia, se encontraba uno repentinamente con otro pueblo, diferente en costumbres, en traje, en idioma, en ideas, en todo: era un pueblo nuevo, el pueblo de la República Argentina en un todo distinto desde los límites indicados hasta sus más remotos confines de la parte central de la ciudad. Esta era verdaderamente europea en sus hábitos, sus usos, su modo de ver, y discurrir: aquélla era árabe, abisinia, tártara, semisalvaje; y Rivadavia quería instantáneamente, con sólo decretos, hacerla europea”.


Fuente: clarin.com

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