LOS LUCEROS DEL PARAGUAY





Cuadernos privados.

Por Laura Ramos
La fisonomía de la calle Riobamba, no muy lejos de la avenida Santa Fe, una fisonomía que si bien no es del todo coqueta al menos manifiesta un deseo de serlo, o aspira a conservar ciertos visos encopetados pero de linaje raído, se vio alterada el jueves pasado con una música de rara genealogía. El arpa de Los Luceros del Paraguay rindió homenaje, en la Casa del Bicentenario y a las siete de la tarde en punto, a uno de los hombres más detestados del continente americano: el mariscal Francisco Solano López.
En mi hogar infantil, la prohibición política de la televisión era compensada, en parte, por la narración de corte trágico de la epopeya del pueblo paraguayo. El doctor Francia, o el dictador Francia, como era llamado por las fuerzas enemigas en nuestro relato, había convertido al Paraguay, merced a un proteccionismo férreo, en una potencia sudamericana autoabastecida. Luego fue precisamente Solano López quien fortaleció al Estado en las ramas fundamentales de la economía y mantuvo cerradas las puertas de su comercio, su industria y sus finanzas al capital extranjero. ¡Los vampiros ingleses estaban ávidos por otorgar sus empréstitos!, exclamaba mi padre. ¡No existía la deuda externa! Basada en una agricultura y ganadería generosa y en la herencia jesuítica de la producción en gran escala de la yerba mate, la estructura económica del Paraguay bastaba para abastecer a sus seiscientos mil habitantes. La yerba y el tabaco que se consumían en todo el virreinato eran los primordiales recursos fiscales del país. Se crearon los primeros trenes, telégrafos y fundiciones de hierro de la región, Solano López alentó el crecimiento de una modesta industrial naval y se produjo algodón para la vestimenta. Esta base productiva sin intermediarios ni terratenientes, este localismo feroz, creó una ínsula, una reclusión y una misantropía política. Parecía que la personalidad del doctor Francia era la réplica psicológica del aislamiento de su país (que mi padre atribuía a los intereses mezquinos del puerto de Buenos Aires). Pero la ínsula era una utopía.
Para acicatear nuestro interés, mi padre usaba, al relatar la historia, unos soldaditos de madera y otros de plomo que le había obsequiado a mi hermano en su cumpleaños número seis. El 22 de septiembre de 1866, el general en jefe de la Triple Alianza (una coalición orquestada por Inglaterra, nos explicaba) ordenó el asalto contra la fortaleza natural de Curupaytí. Bartolomé Mitre contaba con nueve mil soldados argentinos y ocho mil brasileños, la flor y nata del ejército, el apoyo de los cañones de la escuadra imperial brasileña y la cooperación de las fuerzas orientales del odiado Venancio Flores. Mitre, un hijo de su cultura y de su clase, llevó a la práctica una estrategia europea: ataque frontal a bayoneta y simulación de retirada. Pero los paraguayos lucharon en sus propios términos: el terreno fangoso de Curupaytí, tal como lo habían planeado ingeniosamente, se convirtió en una pista de patinaje que acabó con las vidas de diez mil soldados argentinos, uruguayos y brasileños. Las amputaciones de diverso tipo que habían padecido los frágiles soldaditos de plomo de mi hermano le otorgaban más veracidad a las escenas bélicas. Curupaytí era nuestra batalla de San Lorenzo. Y la derrota del Paraguay fue nuestra propia derrota.
Mi padre usaba unas metáforas que nos hipnotizaban: “Asunción era una gigantesca antorcha”. No hacía falta que nos señalara que había muerto entre el 50 y el 85 por ciento de su población y más del 90 por ciento de la población masculina adulta. El territorio del Alto Paraná había quedado en poder de Brasil, pero además -y aquí descubríamos que la narración escondía más de una moraleja- Inglaterra, la prestamista, logró otorgarle a la nación derrotada un empréstito de 200.222 libras esterlinas.
Los soldados brasileños, presidiarios liberados, no nos inspiraban menos compasión que los niños paraguayos muertos en combate. “El conflicto terminó porque hemos muerto a todos los paraguayos de 10 años arriba”, había dicho Domingo Faustino Sarmiento, y como lo detestábamos le creímos. Cuando cumplí once años -casi la edad de los soldados paraguayos más jóvenes-, mi madre me obsequió tres volúmenes: Humaitá, Jornadas de agonía y Los caminos de la muerte , las novelas de Manuel Gálvez sobre la guerra. No las dejé por Mujercitas, pero debería haberlo hecho.
Fuente: clarin.com

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