EDIFICIOS ENMASCARADOS





Agua. Fachada de la planta potabilizadora sobre la avenida Figueroa Alcorta.
Por Berto Gozález Montaner *
* EDITOR GENERAL ARQ  

Qué sorpresa me llevé cuando recorriendo el escenario del Teatro Colón de Buenos Aires me di cuenta que en la pared del fondo que da a Cerrito había varias hileras de ventanas con vidrios pintados de negro. La razón que seguramente siguió Francesco Tamburini cuando lo construyó a principios del siglo pasado fue componer una buena fachada hacia la calle. Para mí, que fui formado con los principios de la arquitectura del Movimiento Moderno (entre ellos el Racionalismo), es todo un golpe a la razón. Nos enseñaron que el “ornamento es delito” y que “la forma sigue a la función”. Sin embargo, para los arquitectos de esos tiempos –amantes de las reglas de la proporción, los órdenes y los estilos–, las ventanas y los balcones, entre otros elementos de la arquitectura, servían para darle “urbanidad” a los edificios.
Otros casos llamativos son los edificios de la ex Obras Sanitarias, obras imponentes que esconden gigantescos depósitos de agua: desde el lujoso y admirado Palacio de Aguas Corrientes de la avenida Córdoba (1887-1894), de Baterman, Parson y Baterman hasta los más austeros depósitos de los barrios de Devoto (1917) o Caballito. O la Planta Potabilizadora General San Martín sobre Figueroa Alcorta en Palermo (1908-1928), que tiene una falsa fachada con ventanas, rejas y pilastras solo para disimular los grandes piletones de tratamiento del agua.
Es que por esas épocas mostrar los servicios no estaba bien visto. Los edificios se vestían, no importaba mucho con qué disfraz, para darle un frente más amable a la ciudad.
Otro ejemplo elocuente es la Estación Retiro del ferrocarril Mitre (1915), que a la ferretería de los hangares le antepone todo un gran palacio de mampostería profusamente decorado que le da “urbanidad” al complejo frente a la plaza.
El Movimiento Moderno condenó estos enmascaramientos que consideraba farsas. Como señalé antes, su máxima era “la forma sigue a la función”. Algo así como lo hace un guante al seguir la forma de los dedos. O como esa imagen del libro El Principito de Saint-Exupéry, en la que la boa tiene la forma del elefante que guarda en su interior.
Pero luego, a finales de los 70, llegó el Posmodernismo a romper con los dogmas modernos. En sus derivaciones más light produjo en Buenos Aires obras como el Templo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, sobre la avenida Corrientes a la altura de Acuña de Figueroa. Aunque cueste creerlo, para empardar una construcción vecina y para darle jerarquía institucional al edificio, le superpusieron una gigante fachada neoclásica, que continúa en un frente vidriado de gran altura… Atrás no tiene nada salvo puntales metálicos para sostenerlo.
En nuestros días han aparecido otro tipo de obras que conceptualmente podrían ser análogas a la mítica historia del Caballo de Troya. Edificios cuyos exteriores no dan cuenta de las sorpresas que deparan sus interiores. Los proyectistas aprovechan la majestuosidad de un edificio existente, su presencia y fuerte identidad e impronta en la ciudad, para introducirle bajo ese ropaje un nuevo uso, tal como sucede con el ex Correo Central y la vieja Usina del barrio de La Boca.
Al Correo Central lo están transformando en el Centro Cultural del Bicentenario. En una primera etapa restauraron las fachadas, los grandes salones de la llamada parte noble y transformaron la cúpula en un mirador de vidrio. La sorpresa viene en lo que era el área industrial del Correo. Le han vaciado parte de su interior, para colocar en su vientre un gran auditorio que llaman “la ballena azul” y salas de concierto. Operación parecida a la que están realizando en el antiguo edificio de la ex compañía Italo Argentina de Electricidad (1916) para convertirlo en la “Usina de la Ideas”. Restauraron las bellas fachadas de ladrillo visto, desmontaron su interior también industrial y están terminando de construir (se inaugura en mayo) las salas para la Sinfónica y la Filarmónica, una sala de cámara, salas de ensayo y de exposiciones, entre otros equipamientos.
Estas transformaciones son posibles porque, como señalaba Aldo Rossi, uno de los más prestigiosos pensadores del Posmodernismo, los buenos edificios tienen “indiferencia distributiva”. Por caso, muchos palacios renacentistas soportaron dignamente el cambio de sus funciones: de residencias palaciegas se convirtieron sin problema en modernas oficinas. Porque, en definitiva, lo que sucede es que cuando un edificio está bien pensado y su estructura arquitectónica es consistente, resiste.


Fuente: clarin.com

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