UNA ETERNA PRIMAVERA



Una exposición que recorre la obra de Raúl Russo muestra su maestría con el color. Al borde de la abstracción, sus pinturas abren la puerta a una realidad construida a partir de lo cromático.


EN EL TALLER. El artista cuelga la pintura reproducida abajo.

Por Marina Oybin

"¿Mi visión antes de pintar?”. La pregunta a Raúl Russo le sonaba extraña, casi un sinsentido. Es que su modo de mirar, de acercarse a la realidad, estuvo marcado por tonos intensos. “Todo lo que veo es color”, decía el artista.
Por estos días, en el Museo Sívori La lección del color reúne más de medio centenar de sus obras. Todas pertenecientes a la colección de su hijo, Raúl H. Russo, curador de la muestra junto con Vera Gerchunoff, quien cuenta que se seleccionaron trabajos clave, muchos de los cuales se habían visto por última vez en 1991, en la exposición homenaje del Museo de Bellas Artes.
La muestra es un recorrido por la producción de este conocido colorista. Se incluyen desde obras de su juventud hasta sus trabajos en el taller de París, donde se metió con el empaste y puso el foco en los paisajes. “En pintura –decía Russo– me encontré con que nadie podía enseñarme y fui formándome solo. En la escuela estudié dibujo con Centurión. Luego, pasé al taller de pintura mural y grabado de Alfredo Guido. Pero no pude soportar que interviniera en mis trabajos y decidiera según su criterio. Así que me fui antes del año. Se dice que estudié con Jorge Larco. Nunca lo he negado hasta ahora, en homenaje a quien fuera una extraordinaria persona. Pero iba a su taller sólo porque había modelo vivo, y yo no podía pagármelo. Y además, porque tenía una biblioteca extraordinaria con ediciones europeas.” Marcado por la fascinación por el color, no adhirió a ningún estilo ni perteneció a una escuela o grupo. Cuenta Martha Nanni en su libro Raúl Russo que el artista cultivó el autoaislamiento, y rechazó expresamente lo anecdótico y detallista. Con una poética, apunta la autora, “ajena a los cambios acelerados que se producen en la Argentina a partir de la Segunda Guerra Mundial”.


LAGUNE ET SOLEIL COUCHANT. 1979, óleo sobre tela, 46 x 46 cm.

Tomó del fauvismo y del expresionismo para ir haciendo su camino. “¿Qué me preocupa al pintar? Poder trabajar y volver a trabajar mucho un cuadro. Que haya varias manos de pintura debajo y que todo parezca hecho en una sola sesión”, decía el artista.
Por su taller pasó Kenneth Kemble. Recibió todos los premios nacionales. Expuso, entre otros países, en EE. UU., Chile, Inglaterra, Suiza y Francia, y participó en la Bienal de San Pablo y en la de Venecia. Realizó ilustraciones de libros de Borges para bibliófilos y hasta diseñó los vitrales de la Iglesia de Nuestra Señora de los Inmigrantes, en La Boca. En 1959, pisó por primera vez Europa, y fijó su atención en Braque, Rouault, Derain y Matisse. Luego volvería a París en 1976, donde trabajó hasta su muerte.
Russo compone por zonas de color, y muchas de sus obras están al límite de la abstracción. La suya es una pincelada fulgurante, a veces con empaste, otras con óleo diluido. Los temas, a los que vuelve una y otra vez, son el paisaje, la naturaleza muerta, árboles, ventanas y la figura humana. Es en los años 50 cuando se mete a fondo con los retratos: posaron para él Santiago Cogorno, Mujica Láinez, Borges, y la lista sigue.
Se exhiben unas pocas pinturas de su primera etapa más académica, como un desnudo que hizo con menos de 20 años, y algunos bodegones, todas obras de paleta bien terrosa que luego abandonará. Hay además un Cristo muerto, realizado en distintos tamaños, donde ya aparecen esos soles rojizos a los que volverá en sus crepúsculos de fines de los 70.

PLACE DU TERTRE, LA NUIT, MONTMARTRE. circa 1980, óleo sobre tela.

Están sus imágenes de París nevada y “Ventana frente al lago I”, donde el paisaje se ve a través de una ventana, ese marco dentro del marco del cuadro fue uno de los temas que cautivó al artista. Hay también una serie de trabajos que, por la luz y las líneas negras que delimitan las formas, parecen vitrales, y en los que sobrevuela la influencia de Rouault, como “Arboles” y “Place du Tertre, la nuit, Montmartre”. Es una verdadera pena que el sector donde se encuentra esta última obra continúe mal iluminado, así como también el ala izquierda de la sala.
Consejo: vaya al museo y después dese una vuelta por los bosques de Palermo. Una experiencia diferente es ir un día de semana por la tarde, cuando el Rosedal tiene una extraña calma y hasta un aire melancólico. Uno recuerda esos naranjas, verdes y azules de Russo. Sus colores atraen más que los que regala la primavera.

Fuente: Revista Ñ Clarín

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